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LEPISMA

Creación y crítica literaria

Fama e infamia de Manuel Acuña

Diego Lima
Fundación para las Letras Mexicanas

Manuel Acuña (1849-1873) es el rostro más conocido en nuestra galería de escritores románticos. La segunda mitad del siglo XIX, imprescindible para entender el devenir del México moderno, fue la cuna del poeta coahuilense. En este siglo vivió de manera apresurada, todo el tiempo en circunstancias adversas, dejando tras de sí una obra poética perfectible aunque colmada de palmas, triunfos, laureles, tal como expresó Justo Sierra. Y pese a que sabemos que la vida de un poeta son sus poemas, en el caso de Acuña esta certeza parece invertirse siempre en peligroso retruécano. Tras el suicidio la tarde del 6 de diciembre de 1873, la obra en su conjunto se antoja tan vicaria al momento de pasar revista de su nombre por nuestros manuales e historias de la literatura, que cabe preguntarnos si la admiración ciega no es —como escribió Villaurrutia a propósito de Ramón López Velarde— sino otra forma de la injusticia. Yo mismo he intentado leer la poesía de Acuña en diversas ocasiones [*], invocando inevitablemente al fantasma del escritor no porque la obra no baste, sino porque en éste la literatura se ha urdido con la vida en un binomio tan intrincado e indisociable, que tal vez aquello que llamamos vida tampoco encuentre su existencia plena sin obra que la denuncie.

Sabemos que las ideas materialistas que Manuel Acuña heredó de Ignacio Ramírez, principalmente, así como de los textos doctrinarios o científicos que frecuentaba tanto en la Escuela Nacional de Medicina como en las logias masónicas, condujeron esta obra poética hacia un violento escepticismo de carácter puramente sentimental, aunque no por ello carente de profundas meditaciones. Encontrar una explicación materialista del mundo y del destino del hombre, es la condición latente en los artículos periodísticos publicados por Acuña en El Libre Pensador (firmados no con su nombre sino bajo el pseudónimo de «Leunam»), especie de teoría de una praxis que en el interregno de la poesía lo hizo preguntarse unas veces —parafraseando a José Luis Martínez— “si en el sepulcro concluía la vida del hombre”, o si allí, en la tumba, surgía para el escritor enamorado otra forma de la eternidad: la de la fama. Ningún poema ha sido tan citado ni parasitado en este sentido como el “Nocturno”, dedicado a Rosario de la Peña. En esta composición escrita en 1873, el triple impulso del erotismo, el recuerdo de la casa de infancia, así como la obsesión cada vez más acentuada de la muerte se descubren como eje macabro sobre el que giraba esta atormentada cosmovisión.

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Hacia 1920, cincuenta años después de su muerte y a propósito del traslado de los restos del poeta a la ciudad de Saltillo, Coahuila, la República de las Letras vivió una especie de resurgimiento por el tema de Manuel Acuña que vino acompañado de la publicación del libro de José López Portillo y Rojas, Rosario la de Acuña, donde se evoca de nueva cuenta su romántica biografía para dar exposición de la génesis del “Nocturno”. El libro de López Portillo no aporta elementos para el estudio de la poesía de Manuel Acuña (se mueve en la peligrosa dimensión de la anécdota, de lo improbable, del recuerdo); importa, sin embargo, como referencia de un ambiente de época en que el mencionado poema se había convertido en el más citado y parasitado de México. Ya desde 1882, los versos se prestaban para el chiste o la broma de ingenio fácil. De este modo lo demuestra una publicidad que en La Patria hace de «A Rosario» su línea argumental:

Pues bien: yo necesito
decirte que te quiero
decirte que te adoro
con todo el corazón;
que es tanto lo que sufro,
que es tanto lo que lloro.

Que sólo un frasco de Aceite de San Jacobo,
podrá aliviarme la reuma y mitigar mi aflicción.

Poco relevante desde el punto de vista de los estudios literarios, aunque curioso, tal vez único en su tipo para comprender el grado de fama que alcanzó la obra y figura de Manuel Acuña durante el siglo XX, es Lauros de la noche. Por el pie de imprenta tenemos noticia de que el libro fue editado en el Centro Espírita “Manuel Acuña” en 1931, y es obra del médium Ismael Gómez, quien transcribió las composiciones que “el alma del poeta” dictó desde “ultratumba”. Producto de estas sesiones, de las que desconocemos el método empleado, son los “Sueños místicos”: colección de trece poemas completamente desconocidos del coahuilense —además de una versión apócrifa del “Nocturno” —, y dos prosas, una intitulada “La voz de los muertos”.

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Son muchas las variaciones jocoserias que circularon en la época de manera oral, cuando no pocas las que, de buscarse con paciencia de alquimista, pueden hallarse en los periódicos nacionales. Fue así como me encontré de pronto y sin previo aviso con esta parodia firmada por J. M. Madrigal en El Diario del Hogar, que más tarde se reproduce en El Contemporáneo —no en Contemporáneos, las erratas no se equivocan—, el bisemanal independiente editado en San Luis Potosí a principios del siglo pasado. Supongo que la publicación del poema es caprichosa e intermitente aunque sólo tengo consignadas estas dos versiones. Para fines estrictamente de divertimento filológico he realizado la transcripción del mismo, así como la actualización ortotipográfica, salvo en los casos, claro, en que el juego de la parodia consiste en la acentuación errónea en sexta (la nostalgía del verso 12, por ejemplo). Emulando a Antonio «Toñito» Castro Leal he decidido enmendar la composición, agrupando este romance por estancias o estrofas de diez versos, a la manera del «Nocturno».

 

Nocturno…[**]

Parodia de Acuña

[I]

Pues bien… yo necesito

quitarme de soltero,

mandar a nora mala

mi eterno envejecer.

Mi vida, así no es vida,

¡Caramba! yo me muero

Si no hallo a la muchacha

de rostro placentero,

que pronto se resuelva

a hacerse mi mujer…!

[II]

Yo quiero que se acaben

mis negras nostalgías

mis fúnebres insomnios

mi tétrico sufrir.

Estoy que ya no como

desde hace muchos días,

pensando que se alejan

las dulces alegrías

que mis primeras novias

hiciéronme sentir.

[III]

De noche, cuando pongo

mis sienes en la almohada

y miro que se extinguen

las luces del hotel,

cavilo mucho, mucho

y al fin con voz airada,

me dice la conciencia:

«no sirves para nada,

en vez de sangre tienes

horchata o aguamiel».

[IV]

Mas no, yo siento el alma

henchida de amargura

por mis arterias corren

las lavas de un volcán.

En mis ensueños gratos

de amor y de ternura,

paréceme que escucho

la voz del señor cura

leyendo la cartilla

con su piadoso afán.

[V]

Paréceme que miro

la nave del santuario,

las velas encendidas,

y junto al altar

el rojo monaguillo

moviendo el incensario

mientras que el campanero

desde su campanario

contempla allá a lo lejos

las puertas de mi hogar.

[VI]

Por eso, ¡oh, lindas pollas!

¡Deidades de mi tierra!

Yo imploro, arrepentido

piadosa compasión.

Ya el santo matrimonio

lo juro no me aterra,

ante una de vosotras

yo iré como a la guerra

llevando por bagajes

mi ardiente corazón.

[**] «Nocturno», en El Diario del Hogar, Año XXIII, número 190 (domingo 24 de abril de 1904): p. 2. Más tarde, el mismo se reproduce en El Contemporáneo, tomo IX, número 1745 (jueves 9 de junio de 1904): p. 2.

«I’m not a typical latina girl» Princess Nokia in da house, bitches

Eloísa del Mar Arentas Torresdey

Soy una mujer feminista en deconstrucción constante, tengo 29 años, me asumo bisexual no binaria y mantengo una relación amorosa lésbica. Nací y crecí en Ciudad Juárez, Chihuahua, frontera con El Paso, Texas. En los comienzos de la guerra contra el narcotráfico que declaró el nefasto de Felipe Calderón, migré a Xalapa, Veracruz para seguir estudiando. Nunca sentí mucha pertenencia al barrio donde mi familia se estableció en la border, pues mi madre y mi padre no permitieron que creciera en las calles por la situación extrema de violencia, lo cual no implica que no ame el lugar donde crecí y reconozca a la gente que ahí vive en su lucha diaria de supervivencia. Así pues, me siento identificada con las expresiones artísticas que surgen al margen de lo establecido como canon, por eso tengo un profundo interés en las raperas.

El arte que Destiny Frasqueri (Princess Nokia, antes Wavy Spice) levanta en la escena del hip-hop actual me tiene cautivada. El proyecto musical de esta mujer es poderoso y eso se percibe tanto en el detalle como en el conjunto de su propuesta cultural. El primer tema que escuché de ella fue “Tomboy”, de su nuevo album 1992,[1] y quedé fascinada. Después me enteré que el video fue dirigido por su amiga Milah Libin, otra joven artista y escritora de Nueva York que impulsa el arte underground; juntas crearon Smart Girl Club, una colectiva que brinda espacios seguros para mujeres creadoras.

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Princess Nokia cumplirá 25 años este miércoles 14 de junio, nació en el Jacob Riis Houses, un vecindario de clase obrera ubicada en el Lower East Side de Nueva York, es de ascendencia puertorriqueña y recupera sus raíces como afrodescendiente en un contexto racista, sexista y heteropatriarcal. Ella es una artista independiente que sabe muy bien del mainstream musical capitalista como el monstruo terrible que espera devorar propuestas artísticas subversivas para seguir con el blanqueamiento (whitewashing) o la apropiación de aquellos elementos culturales de un grupo en resistencia para despojarlos de su significado. Por eso, se enorgullece al decir que ha rechazado al menos cinco contratos musicales por ser insuficientes. Ella usa el internet como la plataforma más poderosa para dar a conocer su música; sin embargo, argumenta que todo artista underground asume sus raíces y las imprime en el mundo innovando el arte en general, por lo tanto considera justa y necesaria una remuneración por ese trabajo: “underground art deserves to be on the top of an editorial or an endorsement”/ “el arte underground merece estar en la cima de un editorial o de una firma”. También señala que el capitalismo es asqueroso. Estas declaraciones las da en una entrevista mientras se fuma un par de porros de mariguana.

Cuando escuché “Tomboy” me dejé llevar por la espiral de ritmos recurrentes que logra con el estribillo: “who dat is hoe that girl is a tomboy”/ “quién es esa puta esa chica es una marimacho”, y pensé que un término despectivo en un principio (tomboy/marimacho), una vez reapropiado, lo transforma en una oda a la deconstrucción genérica y la autodeterminación:

Como Princess Nokia puedo proyectar los aspectos multidimensionales de mí misma que no podría expresar con el nombre de Wavy Spice. Puedo aventurarme en cualquier terreno musical o en el personaje de mi elección sin confusión. Estoy haciendo música mundana, música que hablará con todo tipo de gente, chicas banjee del ghetto en Harlem, las novias adolescentes en el Oriente Medio, chicos homosexuales en el este de Asia. Las etiquetas ya no importan. Mi nueva música es cósmica y tridimensional, y realmente hablará de quién es Princess Nokia. Princess Nokia es sonido. Es progresión. Es todo lo que soy.[2]

En la primera escena del video de “Tomboy” aparece Princess Nokia cargando un balón de basketball, sonriendo, en medio de otras dos chicas de color. La estética del ghetto inunda la pantalla, ellas lucen pantalones deportivos tumbados, tenis, sudaderas holgadas y joyas de oro; aparece el barrio con sus altos edificios de multifamiliares, luego el interior de un departamento, su abuela, una pared tapizada de retratos donde podemos ver a Destiny de pequeña. En otra escena la vemos desbordando sensualidad mientras fuma un gran porro frente a una ventana, en otra viste una piyama rosa y come un cereal en un plato hondo de plástico, también se la ve con sus amigas entrando a un parque skater.

En un contexto heteropatriarcal que oprime a las mujeres en todos sus aspectos, considero esta propuesta como un canto de rebeldía maravilloso que muestra la belleza que no esperan ver aquellos seguidores de un modelo impuesto por la supremacía blanca, sexista y racista. Me interesa retomar la idea del erotismo que propone la lesbofeminista norteamericana y negra Audre Lorde:

Lo erótico es un recurso que reside en el interior de todas nosotras, asentado en un plano profundamente femenino y espiritual, y firmemente enraizado en el poder de nuestros sentimientos inexpresados y aún por reconocer. Para perpetuarse, toda opresión debe corromper o distorsionar las fuentes de poder inherentes a la cultura de los oprimidos de las que puede surgir energía para el cambio. En el caso de las mujeres, esto se ha traducido en la supresión de lo erótico como fuente de poder e información en nuestras vidas.19075163_10155269375926542_351402484_n

En la sociedad occidental, se nos ha enseñado a desconfiar de este recurso, envilecido, falseado y devaluado. Por un lado, se han fomentado los aspectos superficiales de lo erótico como signo de inferioridad femenina; y, por otro, se ha inducido a las mujeres a sufrir y a sentirse despreciables y sospechosas en virtud de la existencia de lo erótico. (Audre Lorde en “Usos de lo erótico: lo erótico como poder”).[3]

Desde mi reflexión, “Tomboy” es la invitación admirable a romper con las imposiciones de un sistema que nos obligan a ser de cierta manera por el hecho de juzgarnos a partir de nuestros genitales. Lorde teoriza sobre el erotismo que las mujeres afloramos en nuestros entornos y propone su rescate como la vía más importante para nuestro autoconocimiento, defensa, crecimiento y creatividad; se trata de recuperar el placer que nos ha sido arrebatado. Princess Nokia mantiene como eje esta idea y con ella trabaja contra las violencias a las que estamos expuestas las mujeres, sobre todo aquellas mujeres de color, que son pobres y no heterosexuales. No estamos frente a una chica que solamente le gusta rapear, Destiny sabe muy bien lo que hace, por qué, cómo y para quiénes. Todo arte verdadero es político, lo personal es político, el feminismo es una ética para la supervivencia y con todo ello, Princess Nokia rompe paradigmas y contribuye a la armonía del universo desde lo local hacia lo global por medio del hard work, del trabajo aguerrido dentro de una comunidad en resistencia. Es la crazy G, su barrio la respalda, la manada la respaldamos y la honramos.

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Referencias:

princessnokia.org

https://www.vice.com/en_us/article/princess-nokias-metallic-butterfly

http://prrra.es/princess-nokia-y-el-orgullo-de-ser-una-bruja/

Videos:

https://www.youtube.com/watch?v=AH-LyInSNYw

Ella es la big sister:

[1] http://princessnokia.org/1992

[2] http://bullettmedia.com/article/hear-wavy-spice-transform-into-princess-nokia-on-nokia/

[3] Audre Lorde. (2017). La Hermana, la extranjera (extractos). Oaxaca: Fusilemos la noche. Una edición basada en la traducción de LIFS, Lesbianas Independientes Feministas Socialistas, disponible en: http://glefas.org/download/biblioteca/feminismo-antirracismo/Audre-Lorde.-La-hermana-la-extranjera.pdf

La soledad y el rebaño sagrado

Remember when you lost your shit and
drove the car into the garden,
and you got out and said I’m sorry
to the vines and no one saw it?

The national, “I need my girl”

 

La casa donde dijo sí

Hace más de diez años me despedí de la soledad al partir hacia ella. En 2006 inicié un periplo que me llevó a abandonar mi ciudad natal en busca de un hogar que no respondiera a coordenadas geográficas, sino que lo delimitara las pulsiones del arraigo metafórico. Sentirme en casa allá donde encontrara mi lugar.

La conocí un día de agosto, con frío en las manos y emoción en mi interior. El lugar pronto perdería su encanto y se volvería uno más de esos escarmientos mitológicos para aquellos que osan alejarse de la tranquilidad de las aguas familiares, mares insondables que devoran hombres y sueños. La muerte que simbolizaba la ciudad sin aire me persigue aún ahora. El lugar no le hacía justicia, ella la imponía.

En el inicio de los días las pasiones se volvieron lenguaje: conocerla a través de lo que la había forjado: la obra desde sus materiales, pieza diseminada en momentos, nombres, sonidos e historias. Países y trazos, continentes de tinta y pincel; llené mis sentidos y aprendí a conocer de su voz (suave como la sutileza de sus formas que al mismo tiempo descubría) todos los espacios que contenía en su interior. Conocerla fue aventura perpetua.

Yo le hablé de mis vacíos: de las ausencias y esperanzas que alimentaban los pasos que apenas iniciaba a dar en el mundo. Entre música, libros, superhéroes y aventuras digitales, salió por último la pasión más antigua de mi vida: un equipo de futbol. De nombre ridículo, colores extranjeros, historia añeja y recesiva. Fracaso constante, experiencia en frustraciones. Gloria en sepia.

Ella no desdeñaba la emoción que se dibujaba en mi rostro cuando mencionaba a Héctor del Ángel, cuando le explicaba el apodo del “Pulpo” Zúñiga, o rememoraba las hazañas del Tigre Sepúlveda, del bigotón Jasso o del Tubo Gómez. Entendía (porque eso siempre lo hacía bien), el poder cautivador de ese mito futbolero, los alcances de mi afición y el umbral de gozo y dolor que fluctuaba en mí cada sábado de partido.

Durante diez años nunca vi un partido solo. De entre el marasmo de la mediocridad que sepultó al equipo la última década, siempre pude observar el abismo con un brazo al cual afianzarme. Soledades compartidas, compañía, después de todo.

La casa donde dijo no

La vida cambia constantemente. Ahora parece como si los días tardaran demasiado, las horas se consumen más despacio; los espacios se vuelven más amplios, oscuros, fríos. De entre el eco que se acomoda en las esquinas resuenan, de vez en cuando, sonidos parecidos a la voz del presagio.

Entre el tedio y la desilusión, el auxilio proviene del lugar más sagrado. De repente la esperanza de una alegría futbolera se empieza a respirar en el aire; incrédulo, suelo evitar las grandes expectativas con el fin de protegerme de la caída de Ícaro que acompaña siempre a mi equipo; nacidos para decepcionar, muy a pesar de su historia.

Nació esa afición tan temprano en mi vida que no recuerdo bien sus motivos: quizás fue en el 94 cuando empecé a entender el sentido de rivalidad: mi padre y mi hermano siempre veían con desdén a un equipo de camiseta rayada, de colores claros y jugadores morenos. Ese equipo siempre ofrecía grandes juegos, goles vistosos y ningún campeonato. Pero en algo lograban siempre coronarse: entretenerme.

A los seis años, ver el futbol es una acción prestada; llegas a él desde la necesidad de alguien más, y adquieres conciencia de sus alcances mucho después. El rival odiado siempre cedía ante sus embates, los enemigos azulcremas y rojinegros eran meros aspirantes a su grandeza, nunca verdaderos contendientes. Por eso las chivas del Guadalajara lograron imponerse en mi gusto, convertirse en una profunda pasión. En un paliativo para la tristeza.

Hoy más que nunca necesité gritar esos goles. Necesité sonreír mientras veía a Carlos Salcido imponer su nombre en la historia del club, escuchar al mariachi marcar su ritmo festivo mientras las botargas bailaban al son del himno del equipo. Necesitaba sentir, de nuevo y como no lo hacía desde hace mucho tiempo, la felicidad primitiva de la victoria; no la resignación del esfuerzo máximo, o de la buena competencia: sólo el triunfo me devolvería una noche tranquila.

La imagen de Carlos Salcido -el lavacoches que conquistó Heindhoven y Guadalajara, que sometió con su velocidad al grandísimo Zanetti y al violento Coloccini- levantando el trofeo fue el final de una noche que recorrió todos los senderos de la memoria. Vi de nuevo la playera de la libertadores 2005 en su cuerpo, y el abrazo que compartimos a la distancia cuando el Bofo doblegó a Toluca en el mismo averno. Seguí mis pasos reflejando los suyos mientras caminábamos por aquellos callejones sin nombre. El recuerdo disipó por un momento la soledad, la incertidumbre y el hastío. Pude verla de nuevo.

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No hay mucho qué decir sobre el fútbol. Un deporte que combina la simpleza del gol con la táctica más encarnizada e inteligente. La vida es un paseo constante por diversos sufrimientos, como para elegir la agonía gratuita de la afición futbolera. Somos juzgados por “fanatizarnos” con el espectáculo imbécil de la pelota de hexágonos, que nos vuelve insensibles al mundo durante poco más de dos horas. Puede que tengan razón, no lo sé.

Lo que sí sé es que esta doceava estrella me devolvió, por una noche, una parte de mi vida que ya no volverá. Como la palabra que transporta a la evocación, Salcido y compañía le reintegraron su razón de ser a mis sentidos.

José Antonio Manzanilla Madrid

 

Televisión fraterna

Alejandro Solano Villanueva

I. Nana Tele

 

No lo voy a negar, fui un niño criado por la televisión. Sería deshonesto presumir que leí mi primer libro a los cinco años, a esa edad estaba más preocupado por lo que le pudiera pasar a Don Gato que por las aventuras de Tom Sawyer. Como en muchos hogares clasemedieros, la televisión era el único sistema de entretenimiento, de distracción, punto de fuga para la apretada vida laboral y nana de los latosos infantes que se pasaban las tardes enteras buscando la manera de hacerle la vida más complicada a sus padres. Mi madre recuerda con especial cariño las tardes en que ella y yo nos colocábamos frente al televisor: ella veía su telenovela para después darle paso a los Thundercats, era un momento especial que compartíamos. En este sentido, sería más honesto llegar a la conclusión de que concebí mis primeros razonamientos literarios y mis primeras nociones de estructura narrativa solamente a partir de los programas televisivos que veía.

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No tuve la oportunidad de entrar al mágico mundo de la televisión de paga, me limitaba a ver lo que pasaban en la tele abierta, ya saben, las caricaturas de la época, las series gringas ochenteras, los noticieros, el futbol, las coberturas de las olimpiadas o los mundiales, las telenovelas y más noticieros: por la mañana, a la hora de la comida y en la noche. Mi padre veía los tres y nosotros con él, al no haber más aparatos transmisores en la casa. La rutina era ver el noticiero de Lolita Ayala mientras comíamos —aunque pocos años después mi padre, mi familia siguiendo su ejemplo, renunció a todo lo que tenía que ver con Televisa—, comentar alguna noticia y la explicación de mi padre sobre algún concepto que yo no entendiera, sobre todo los relacionados con economía: ¿qué es la inflación, cómo que llegó la devaluación más terrible en la historia, por qué Salinas es un culero?

A pesar de ello, mi padre siempre intentaba alejarnos del aparato “apendejador”, buscaba que hiciéramos otras cosas, que nos concentráramos en el juego, en el arte o en los libros. Así llegué a mi primer libro de poesía, a los álbumes de estampas, a la preparación religiosa, a los equipos vespertinos de basquetbol, al cine, al teatro, al circo, a las luchas de los jueves en la Arena Toluca y a la Alameda los domingos. Al regresar a casa, siempre se volvía a encender el aparato, como si fuera un saludo para el miembro de la familia que se encontraba ausente, como si se extrañara, en lo más profundo, la presencia del televisor en nuestras vidas, en nuestra libertad.

II. Dime qué ves y te diré quién eres

 

Estoy a punto de cumplir 56 días de incapacidad. Los primeros fueron terribles; no podía valerme por mí mismo. Extrañaba mi trabajo, salir a la calle, estar con mis alumnos, el ritmo de la vida y el estrés cotidiano; me sentía atrapado en el pequeño departamento, extensión de la cama de hospital; llegué, incluso, a sentirme muy triste, rayé en la depresión. Naomi, a pesar de su infinita bondad, no se daba abasto con mis cuidados y sus actividades cotidianas. Fue cuando recibimos la ayuda de mi madre, vino a Xalapa a atenderme, por lo menos hasta que pudiera valerme por mí mismo sin el riesgo de que me desangrara o volviera la infección. Con mi madre en casa, tuve que adaptarme a sus modos e intentar hacerle la vida lo más sencillo posible. Así que volvieron, casi sin querer, los viejos hábitos de infancia y la televisión se volvió un protagonista constante en el devenir de la convalecencia.

Con mi madre, veíamos la televisión casi toda la mañana: Venga la alegría, películas de la era del Cine de Oro, el noticiero matutino y el de media tarde (aún no puedo tener televisión de paga), incluso comenzamos a seguir una telenovela de producción gringa para el público hispano: El cuerpo del deseo. La historia era interesante, aunque predecible. No obstante, esto fue de suma importancia para animar el alma apesadumbrada por el dolor físico y el encierro. Incluso, a veces, ella se sentaba conmigo a ver las series que dejé pendientes en Netflix, como Flash, por ejemplo.

Al sentirme mejor, me comencé a quedar solo en casa, a intentar tomar mi ritmo. También cambió la forma en que veía la televisión. Los programas de tele abierta ya no me parecían tan atractivos, las películas en blanco y negro ya no llamaban del todo mi atención. Me volqué casi completamente a Netflix, la caja de pandora posmoderna. Terminé de ver varios programas que dejé pendientes, como Between, una serie dirigida a un público adolescente que comencé a ver con mis alumnos en un taller, la cual es una exótica combinación entre los argumentos y los motivos de El domo de Stephen King y El señor de la moscas de William Golding. Sin duda se trata de una historia interesante y entretenida que conserva la estructura de la serie de misterios y busca poner en entredicho tanto la capacidad humana para organizar una sociedad sin que ésta se derrumbe a pedazos como los motivos bioéticos que tiene un gobierno para decidir el exterminio en masa.

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Deambulé por el universo Netflix, pasé por Love, una hipsterísima Chick-flick con la que no pude conectar; comencé, con Naomi, Girlboss, dirigida a un público emprendedor, joven e increíblemente superficial… Tampoco conecté. Veo las series comerciales que me llaman, como Gotham, The Black Mirror, Cooked o Modern Family, y las que le interesan a Naomi, como Pretty Little Liars o Easy. Nunca he visto Game of Thrones, por ejemplo, ni me mueve la curiosidad. Aunque siempre ando en busca de cosas que ver para pasar el rato, ejercicio de fuga, y, si se puede, que permita reflexionar otros asuntos.

En esta búsqueda fue como llegué a Las chichas del cable. Una serie que conjunta historia con reflexión y discusión sobre temas contemporáneos, enmarcada en un contexto histórico específico: los años veinte, el lapso entre las dos grandes guerras, la novedad y la estridencia de las maquinas, el comienzo de la liberación femenina y la constante amenaza de un golpe de estado militar en España. Las telefonistas se enfrentan a un mundo donde lo masculino gobierna política y moralmente con mano dura y en completa impunidad. Estas mujeres tienen que luchar contra las vejaciones de un sistema que no les permite ser libres ni en lo personal ni en la defensa de sus derechos. Los temas que se discuten aún permean en nuestra sociedad, como el maltrato físico y psicológico que sufren algunas mujeres en el matrimonio, la libertad sexual, el aborto, el derecho a una profesión en igualdad de condiciones con los hombres, incluso se plantean temas históricos como la lucha por el sufragio de las mujeres y la búsqueda de un código penal que proporcionara algún tipo de defensa contra los abusos, en todos los sentidos, de la sociedad machista de la época.

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Esta serie, sin duda, fue una de mis favoritas: es corta, está bien contada, incluso a veces es hasta un poco melodramática, a la usanza de la telenovela, pero no deja de lograr puntos de dramatismo, desde el punto de vista teatral, bastante intensos y hasta catárticos. Las situaciones son concisas y claras, lo que es resultado de un guion inteligente y bien informado.

La televisión, al igual que el cine, es entretenimiento y arte a la par, una cosa no necesariamente está peleada con la otra. Hay mucha televisión de mero entretenimiento, algunos programas, incluso, son terriblemente bajos, hasta vulgares (en la acepción negativa de la palabra); la industria no permite luchar contra eso. La televisión cumple con un papel fundamental en el hogar, permite que el obrero se aísle de sus problemas cotidianos, que el adolescente forme una visión sobre el mundo que los circunda, que el ama de casa sueñe más allá del infame estrés del hogar. Yo mismo busco escaparme de mis angustias con el aparato receptor. Supongo que es normal. Sólo espero que esta era no sea un prólogo de la historia de Fahrenheit 451. No me atrevo a juzgar a mi madre o a mi bella esposa por sus gustos televisivos, prefiero entenderlas a través de lo que la pantalla proporciona. Dime qué ves y te diré quién eres.

El trabajo cosmizador de Margarita Michelena o La muerte que nombra y crea al mundo

 

Alfonso Valencia

[Leído en la Sala Abundio Martínez del Centro de las Artes de Hidalgo, el 27 de marzo de 2017]

 

 

Cuando me invitaron a charlar sobre Michelena para conmemorar su aniversario luctuoso –y aún desde antes, cuando me preguntaron si estaba interesado en participar en las festividades de su Centenario­– dudé. No por las razones inmediatas y fáciles que llegan a nuestra mente y que son las mismas que han mantenido a Michelena y a otras autoras en las sombras: la ruptura entre una poética femenina y una masculina, la cual, aunque inexistente (quiero decir, y contradiciendo a Paz: no existe tal cosa como “poesía femenina” ni “poesía masculina”), es capaz de limitar nuestras perspectivas de lectura y ponerle costosas fronteras a nuestros acercamientos críticos.  Tampoco había en mi negativa una razón de género, aunque pudiesen dudarlo (porque todo, en nuestra época, es digno de sospecha). Dudé por la poesía misma. Yo escribo, y la poesía de Michelena me contagia de un aliento que, desgraciadamente, no poseo. Ahora quiero escribir lo más diáfanamente posible porque escribo del mundo terrible en el que estamos (vivo en Veracruz, la fosa clandestina más grande del mundo según insensibles reportes oficiales), y para hablar de ese terror ya no podemos seguir en el eufemismo del lenguaje, en el matiz: hay que ser precisos si se quiere hablar de lo que vive y duele, de lo que lastima. Uno no puede andarse por las ramas. Por eso no quería dedicarme a leer detenidamente a Michelena: porque ella, sí, le canta a un dolor universal y profundo, pero lo hace desde la precisión poética, y yo, ahora, ante la atrocidad, quiero hacerlo con la precisión del lenguaje simple y llano: quiero decir muerte y que se lean los muertos de este país. Quiero escribir noche y no que sea una alegoría de un orden superior o profundo del ser: quiero escribir noche y que sea la noche por la que pasamos, el luto obligado de un país que se desquebraja. Quiero escribir del miedo al encierro y a la muerte y no deberá leerse como una metáfora del exilio y la pérdida del amor primordial y el origen: mi miedo al encierro es al secuestro y mi miedo a la muerte es a terminar en una fosa, ser un cráneo más en este cementerio que es México.

La misma Michelena ya advertía este problema poético: concebía la palabra como ente histórico y justo ahí identificaba el problema primordial de la creación poética: Hay que decir, escribe, con un lenguaje histórico, cosas intemporales, cosas simultáneamente sumergidas en la margen del tiempo –el río cambiante de Heráclito- y cosas suspendidas al margen del tiempo. Para decirlo de manera prosaica: hay que hablar, con un lenguaje limitado, de cosas infinitas y sustanciales. Y ese es un problema que comparto con ella: ¿cómo hablar de la muerte con estas palabras, del dolor, del miedo y de la tierra que, literalmente, devora a sus hijos destazados, asesinados, violados? El lenguaje no alcanza para la muerte, la noche ni el dolor (ni para Dios, claro: por eso también Michelena escribió poesía religiosa, en cierto sentido).

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Pero Michelena no se queda en la identificación de un problema fundacional de la poesía: ofrece un camino: escribe: Las palabras crean cosas al nombrarlas. La tarea del poeta, entonces, es nombrar y, así, descubrir, revelar lo que antes del orden del poema era confusión oscuridad, caos. Michelana, pues, entiende la palabra como una alternativa al caos: a la oscuridad, y al miedo mismo que puede ser ausencia, muerte. De ahí que, en su proceso, el poema surja honesto y fuerte desde el dolor que destruye y edifica, desde la felicidad negada, desde una derrota que es inevitable pero tan hermosa como para cantarse (como hizo Badelaire, pues). A este proceso, le llama el trabajo cosmizador de la palabra poética, y apunta que es un trabajo de constantes fundaciones, de constantes reducciones de la nada y constantes aumentos de ser.

¿Dónde, pues, si no en la poesía entendemos la nada y la fundación misma del ser, del espíritu? Heidegger proponía que la poesía es la fundamentación del ser por la palabra. Por eso se confunden, en sus orígenes modernos (que Michelena comparte), poesía y filosofía, poesía y pensamiento (pensamiento complejo y verdadera explicación del mundo, no simples charlas de café): poesía y vida son una misma cosa.

La muerte, decíamos, fue un tema predilecto de Michelena, y la noche. Su universo poético, diríamos, es una lectura desde el medio siglo XX, del romanticismo filosófico y fundamental, y por lo tanto eterno, de Novalis (en quien encontrara la lección poética que le permitiría explorar con buen norte la creación: la poesía es la realidad última de los seres y las cosas) hasta el alegato rabioso y desencantado de Baudelaire (cuya traducción del Spleen de París le ganaría el respeto y admiración de Octavio Paz, quien dijo que se trataba de “la más pura y sensible, la mejor que se haya hecho en nuestra lengua”).

Leer a Michelena, evidentemente contagiará la perspectiva que traigo, y por eso dudaba. Pero, luego pensé: se trata de una autora que necesita ser rescatada. Punto. Hablo de un rescate no en el sentido institucional (aunque los homenajes se agradecen), ni en el sentido editorial, siquiera: hablo de un rescate crítico, desde el pensamiento. La ausencia de Michelena en el ejercicio crítico y académico del país es insultante: por un lado, la figura de Octavio Paz acapara los estudios de “intrigas” en el que figuras como Michelena quedan reducidas a sus relaciones con el propio Paz, con el gran Montes de Oca, Efrén Hernández, Ernesto de la Peña… Relaciones que el más morboso atribuirá a la belleza de la poeta, y no a su cautivante inteligencia y erudición, lo cual siempre termina siempre siendo más seductor que cualquier otra cosa. (No es mentira, pues, que Margarita tenía comiendo de su mano al Club de Toby de la intelectualidad de su época: o sea al Club de Octavio). Decía: en estas perspectivas, las escritoras quedan reducidas o a sus relaciones con el poder intelectual masculino, o a lo que éste poder dice de ellas: tal parece que sólo conocemos a Margarita por lo que Octavio dijo o escribió. En realidad, nuestra intelectualidad no la ha leído: incluso la investigación sobre mujeres en la literatura sólo la toma como referencia, un dato antecedente al fenómeno actual que acapara el interés de nuestros investigadores. No ha llegado aún una lectura crítica de su obra, y es necesaria. No para la poesía (así como a las estrellas les es indiferente la astronomía, así a la poesía le importa un bledo la crítica o la academia), pero sí para el pensamiento y el espíritu crítico que intenta arrojar luz sobre el pasado.

Yo creo que el mejor tributo es hablar sobre las ideas que su obra arroja sobre el mundo. Margarita fue, desde su inicio, una iconoclasta. La leo y llega a mí la hermosa frase de R. L. Stevenson: If you have to ask, you probably shouldn’t be a writer. Una iconoclasta, una rebelde. Por un lado, su obra parte de una forma (diríamos una “franca combinación imparisílaba” o “verso libre”) que se rompe, que se desquebraja: nos engaña: parece proponer una estructura estable para su poema, pero las rimas (consonantes además: las más odiadas por la crítica) aparecen irregularmente y la destruyen: quiebran el ritmo. La poeta edifica una figura constante que se deshace. Edificar y destruir, esto es: rebeldía en la forma.

Y, por otro lado, nos ofrece, como ya dije antes, una precisión en el decir que, paradójicamente, vuelve misterioso el poema, pero no desde la Poesía misma, no desde su sublimación de la experiencia del Yo Poético que nombra y crea un mundo terrible que ya era terrible desde antes del tiempo, sino desde nuestra ignorancia que se decanta por la forma fácil y la estructura conocida y no por la profundidad y el arriesgarse a desenmarañar el misterio: último fin del lector de poesía. Michelena no tiene lectores en un mundo donde hemos olvidado que leemos no para encontrar La Verdad Incuestionable, sino para, humildemente, hallarnos, digamos, lo más puros que sea posible, en lo que otro siente y escribe. Esto es: identificación máxima, empatía suprema. La poesía, y la de Michelena específicamente, no es cosa de Verdades: es la aceptación de una batalla de uno con uno mismo.

 

 

Ghost in the Shell

2017

Rupert Sanders

por Brianda Pineda Melgarejo

 

The Major: They created me. But they can not control me.

 

Asomamos a la filmografía de cierto director o directora o a la obra completa de algún autor o escritora que nos intriga con ánimos de descubrir el hilo negro, la esencia que da un sentido a su trayectoria. Y si acaso atisbamos las repeticiones propias de la pasión, el mecanismo visual del perfeccionamiento técnico, es innegable que lo que más seguirá sorprendiéndonos es el milagro de lo irrepetible.

En esto último se apoya La vigilante del futuro (Ghost in the Shell, 2017) dirigida por el apenas aprendiz Ruper Sanders que en su haber cuenta tan sólo con la ópera prima, enigmática en oscuridad y sospechosa en verosimilitud, Blancanieves y el cazador (2011).

El film, tan publicitado en los últimos meses, nos entrega una visión sci-fi de la realidad basada en el manga de Masamune Shirow. Nos atormenta en vértigo al mostrar ciudades iluminadas por una inteligencia fantasmagórica, virtual; y al hacer posible a través de su historia una ambición humana: la del ser (entendido en su condición inmaterial de ánima) que se posa, como un camaleón etéreo sobre los cuerpos de las máquinas y sobrevive al vacío metálico de su caparazón hipertecnológico: La empresa Hanka Robotic pretende mediante el proyecto 2571 crear ciborgs que se distingan de los simples mortales y de los robots más sofisticados en poseer lo mejor de ambos mundos: la materialización corporal del progreso y un ghost o lo que aquí trivializado conocemos como alma; para ello el gobierno captura y mata, extrayendo únicamente el ghost, a jóvenes radicales y revolucionarios que dedican su tiempo a ir en contra de lo que impone a las colmenas interminables de habitantes el sistema, sólo así pueden unirlos a las filas de sus ejércitos. De la fusión y experimento nace La Major (Scarlett Johansson) quien al hacer uso de la justicia y moral evocada por su ghost meterá en problemas a quienes desean llevar a cabo terribles planes a través de ella.

Si bien hemos reflexionado sobre las proezas de lo sobrenatural y lo tecnológico al lado de Scarlett Johansson en Under the skin (Jonathan Glazer, 2013), Her (Spike Jonze, 2013) y Lucy (Luc Besson, 2014) el tema de lo inmanipulable del alma humana es nuevo en cuanto a elevación en esta cinta. El carácter heroico de La Major le impedirá adaptarse a una sociedad que ama el progreso a velocidades desquiciantes y atiende sólo a intereses de una monstruosidad industrial peligrosa que devendrá para ella en una catarsis de consciencia. La premisa del film es la importancia de la supervivencia espiritual y moral inherente al ser humano. El ambiente es no por más insólito menos desolador.

La metamorfosis, tópico literario de la antigüedad, se centra en esta ocasión en las máquinas y no como es costumbre en animales. Los cuerpos están extinguiéndose, la supervivencia es asunto de máquinas y hologramas. No hay árboles en este escenario futurista de Tokio. La única aparición de un gran árbol, por demás simbólica, ocurre en medio de la batalla final.

Los seres humanos están alienados, marginalizados por su condición. Sin embargo, el mundo continúa regido aún por la fortaleza y la vileza, en su faz antagónica, del ser. La película recrea la historia singular, irrepetible aún en sus fisuras, del manga. La atmósfera musical a la que se entrega, la astucia sin más pretensión que divertir y dinamizar que la coloca entre los largometrajes valiosos de acción y la virtud de mostrar a sucesiones acertadas el tema del sacrificio (visible en la relación entre la Doctora Ouelet [una magnífica Juliette Binoche] y su creación, La Major [Scarlett Johansson].) la convierten en una obra que consigue ir más allá de los lugares comunes en que bien pudo caer.

Ghost in the Shell es una cinta inclinada al misterio, a veces un misterio infundado por contar en su guion con varios diálogos incomprensibles que terminan por no obedecer a una lógica o verosimilitud pero que bien terminan por olvidarse en la sorpresa de una acrobacia visual más del repertorio; es una obra que perturba en su potencial de presagio; es, en la cartelera comercial del último mes, una de las contemplaciones más curiosas.

Si bien el cine es tan sólo un umbral que sirve a cada persona para entrar a los laberintos propios del autoconocimiento, no habríamos de echar en saco roto una de las reflexiones que sobre la identidad se dan en esta película; la Dr. Ouelet siente el rechazo y el odio de La Major cuando ésta descubre que alguien ha robado su pasado para implantar una memoria falsa en su sistema robótico y, ante la evidencia del sabotaje y el sentimiento de desorientación que experimenta su creación, no puede sino decirle una frase definitiva: “Nos aferramos a los recuerdos como si ellos nos definieran, pero no es así. Lo que hacemos es lo que nos define”.

 

Alone in the house

 

Iván Partida

 

Después de múltiples acusaciones relacionadas con abusos sexuales a menores, Michael J. Jackson contempló la invasión de su rancho  Neverland. La policía del Condado de Santa Bárbara cateó la famosa propiedad: en la recámara principal del cantante, tras varios candados, los oficiales encontraron una habitación con videos y libros de fotografía llenos de imágenes que los perturbaron: una niña con la soga al cuello, escenas masoquistas, jóvenes desnudos, etc.

Ese contenido (¿enfermo, escabroso, artístico?) es lo que varios medios de comunicación resaltaron hace meses ―en junio de 2016―, cuando se filtraron el video  y las fotos de la pesquisa policial realizada en el 2003. Allí, entre juguetes y archivos personales, descansaba una foto de Macaulay Culkin

con una dedicatoria. El actor es todavía un niño, sonríe exagerado, feliz, como lo hacía Kevin McCallister, el personaje de cine que le otorgó la monstruosa fama.

Miro la imagen, no parece tomada por un pervertido. Más bien es una foto de estudio, reproducida por decenas para incluirla en los portafolios actorales que llegan a manos de los ejecutivos de las casas cinematográficas; o bien, para venderla a los fans en las firmas de autógrafos. ¿Por qué Michael tenía ese regalo en un cuarto cerrado, junto a sus tesoros personales? ¿Amó Michael al niño Culkin? ¿Macaulay amó a Jackson? ¿De qué forma se amaron?

Hay tres posibilidades en esta historia, tres formas de entender el tiempo que estas dos estrellas gravitaron una en torno a la otra. Primero, eran buenos amigos; el cantante veía en el actor todo lo que quiso ser desde niño: blanco, rubio, seguro, sonriente. No ese descendiente de africanos esclavizado por su padre, con la marca de la negrura en la piel. Segundo: el hombre sedujo al niño con una falsa amistad y finalmente abusó de él; aprovechó su poder en los medios y en la sociedad norteamericana para tomarlo como amante mientras los padres contaban los billetes y se peleaban por cada centavo que su vástago producía. La tercera: Hubo sexo, alguna forma de sexo, en la relación de ambos, pero la seducción de  Michael puede ser la de los amantes: no abusó de un niño, sino que lo enamoró.

Esta última posibilidad es inaceptable para muchos. Un niño no puede, desde nuestra visión erótica de las relaciones humanas, enamorarse de alguien, menos de un adulto. La única forma de acercamiento sexual tolerada es el descubrimiento con los pares, con la gente de su edad, de preferencia que sean de distinto sexo. Sin embargo, hay ejemplos diarios de niños que empiezan temprano su sexualidad, incluso que la comienzan con hombres mayores, como el caso del bailarín holandés Rudy Van Dantzig, quien comenzó a los doce años su vida sexual con un militar canadiense; el encuentro con el hombre, lejos de ser brutal o vejatorio lo conmovió de tal forma que tituló su novela autobiográfica de 1986 Para un soldado perdido. Sin embargo, historias como la de Van Dantzig no son moneda de uso corriente. Nuestra imagen del pedófilo es la de un perturbado depredador de menores que puede mostrarse en decadencia total o bien, como el más limpio y tranquilo de los ciudadanos.

Es evidente que Michel Jackson era pedófilo y  homosexual, basta escuchar la historia del primer encuentro íntimo con su novia: “Recuerdo que una vez me dijo que fuera a su casa, que también quedaba en Beverly Hills, para hacerme algo. […] Todo lo del sexo. Yo estaba aterrado […]. Estaba aterrado, porque nunca había hecho algo así. Fui a su casa y traté de aparentar que era un hombre de mundo; y ella apagó las luces de su cuarto,  abrió las cortinas. Se podía ver la ciudad sobre el acantilado, era hermoso. Me pidió que me acostara en la cama, y lo hice. Ella se acercó lentamente y me tocó los botones de la camisa, como para abrirlos, y yo me cubrí la cara. No dejé que me desabotonara y ella se apartó. Ella sabía que era demasiado tímido, eso es lo que pasó.” [1]

En las palabras de Jackson no hay picardía, apenas un dejo de nostalgia, pero no por la situación, sino por el paisaje lejano de la ciudad. En la entrevista, mientras narra, su cara transita entre la vergüenza, la incomodidad y el asco. No es una anécdota agradable o graciosa, es angustiante; incluso parece casi una escena de violación, de terror infantil por las pulsiones desconocidas que moverían la vida de Jackson en el futuro. El muchacho que falla con la hembra dispuesta porque en el fondo sabe que no pertenece a su mundo. Él estaba destinado a comprar reliquias kitsch en los centros comerciales con miles de admiradores rodeándolo, estaba destinado a sufrir la metamorfosis del vitíligo, a perder el cabello por un accidente en un concierto y vivir con implantes, a caminar en su Neverland entre niños de todas las razas, estaba destinado a caer como Ícaro y morir por la sobredosis de un sedante blanco al que llamaba “mi leche”. Era un niño perpetuo, un Peter Pan que nunca le dio la oportunidad a Wendy.

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Quizá encontró años después, en los niños, aquella seguridad que jamás le ofrecieron los adultos. Sabemos que Michael fue maltratado como una bestia de circo durante su infancia: el padre azotaba a los hermanos Jackson con todo lo que podía si fallaban en los ensayos que realizaban en casa para presentarse en la televisión. Era tanta la saña del señor Joseph Walter Jackson, que el pequeño Michael  temblaba y vomitaba de miedo al verlo.

Maculay Culkin, el pequeño rubio de Home Alone, también sufrió por el monstruo de la fama: a los diez años, tras su breve y meteórico ascenso, sus padres pelearon la custodia por amor… al dinero. Al igual que Michael, Macaulay experimentó la tortura de padres explotadores, las confusiones del estrellato y el doloroso silencio del fin de la fama, con la subsecuente decadencia física y mental que devora a muchos niños del espectáculo. Pero antes del declive, antes de las drogas, el divorcio, la delgadez extrema y las apariciones esporádicas en televisión, existió un tiempo que él mismo, nos dice, considera dorado: la vida en Neverland durante temporadas en los años noventa.

Jackson, después del éxito de Culkin en Home Alone, habló con la gente que tenía que hablar para que el niño apareciera en el video de la canción Black or White de 1991. A partir de ese encuentro se volverían inseparables. Macaulay  jamás lo olvidaría, jamás lo dejaría solo, ni siquiera cuando las acusaciones de abuso sexual llovían. Siempre sostuvo que no hubo acercamientos indebidos o abuso sexual, que cuando dormían juntos lo hacían en cuartos separados.  Numerosos sitios de internet señalan que Culkin confesó en una rueda de prensa que Jackson abusó varias veces de él, pero que no se atrevió a confesarlo por temor a represalias. Sin embargo, no existen grabaciones de esa supuesta rueda de prensa, ni fuentes fidedignas que avalen las “citas” de esa conferencia. Él mismo no ha concedido entrevistas dando fe de los abusos.

La relación entre el actor y el cantante siempre estará cifrada por el misterio, porque misteriosa y extraña era la personalidad de Jackson. Me pregunto si las declaraciones que Culkin hizo al jurado cuando lo llamaron para testificar por los escándalos de violación fueron ciertas en la medida en que él considero cierto que no hubo abuso: que el acercamiento de ambos fue una ilegalidad consensuada. Creer esto es entrar en la polémica de la sexualidad infantil. ¿Por qué extrañarse de un niño con sexualidad temprana en un mundo donde un adolescente en “perfecta edad reproductiva” teme a la intimidad con su novia? ¿O acaso la vergüenza y el abuso fueron tan intensos que Macaulay decidió creer en una amistad virginal que nunca fue tal? ¿Con qué sentimiento escribió la frase del autógrafo que Jackson guardó?

Pudieron ser amigos, sólo amigos. Quizás el pequeño actor nunca escuchó las posibles masturbaciones de Michael en la otra cama, mientras éste se solazaba con mirar el cuerpo dormido, el obscuro objeto del deseo que, esta vez, no lo aterrorizaba. Michael puedo haber abusado, o no, de otros niños, pero en este caso, se negó a tocar o insinuarse a su invitado predilecto.

Tal vez El Rey del pop, con toda su realeza erecta, descendió a la cama del niño y poco a poco, pero sin ceder terreno, fue tocando y forzando los lugares del placer: un beso, una fuerte caricia en la entrepierna y más allá. El niño, pienso, se dejó hacer con la resignación de quien ya se sabe devorado por una fiera de fuerzas superiores; acaso entre el asco y la tristeza creyó escuchar la palabra mágica del director de cine, “corten”, verbo que regresa al mundo a su estado cotidiano.

La última vertiente de esta relación, recordemos, es la más difícil. La pedofilia es poco estudiada fuera de la patología y de la visión judicial. No es posible ignorar la gran cantidad de menores, generalmente niños, con secuelas de una violación por parte de un adulto. ¿La pedofilia es causante de las violaciones, es la única manera de relacionarse de un pedófilo? Recordemos que hasta hace unas décadas los homosexuales “depredaban” en los baños, no por gusto, sino por imposición social. La falta de estudios imparciales y las trabas morales hacen de las relaciones sexuales entre niños y adultos un campo minado y lleno de niebla. En esa niebla mortal, quizás, los dos íconos pop se encontraron y caminaron juntos, descubriendo los peligros las maravillas de una tierra prohibida, lastimándose y sorprendiéndose sin poder evitarlo.

 Aun cabe la posibilidad de que esa noche, la noche en que imagino que todo se reveló, Culkin abrazara a Michael y  sintiera la excitación de ambos, que reconociera que a sus diez años, entre sus brazos, temblaba el Dios de una generación entera. Sus labios, imagino, estremecían al Dios. Sintió, tal vez, un poder mucho mayor que el dinero, los amigos, los videojuegos, que la mismísima fábrica de sueños del cine; un gran poder que le sería negado, y que buscó durante toda su vida, sin éxito. Y entonces Michael, supongo, volvía a ser niño, pero no el niño negro que era rechazado por su color, su nariz o su cabello; pudo ser ese niño blanco que tenía enfrente, sin necesidad de decolorarse para disimular el vitíligo, sin rebanarse la nariz. Ahí descubriéndose y descubriendo, Michael Jackson  fue por última vez.

Probablemente ninguna de las tres versiones que imagino sea la correcta, pero ante la falta de declaraciones o pistas irrefutables, queda la posibilidad de preguntarse qué impulsó Macaulay firmar el autógrafo. Acaso fue el regalo de un amigo nada más. O tal vez escribió la frase que Jackson le dictó para tenerla como trofeo en el armario que encerraba a sus demonios. Incluso pudo ser algo espontáneo: cuando su anfitrión pidió un recuerdo para almacenarlo en su santuario de las cosas preciadas, Macaulay escribió la frase que le valió largas temporadas en el rancho de Neverland, la frase que nació de su boca cuando abrazó a Michael en aquella noche en la que, quiero pensar, estuvieron en igualdad de condiciones porque se reconocieron como niños explotados, dolientes, abandonados; la frase con la que el actor convocó el deseo del otros, la frase que en el 2003 los oficiales de la ley de Santa Bárbara California encontrarían al forzar las cerraduras de la recámara secreta: Don´t leave me alone in the house!!!

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[1] La entrevista se encuentra en el documental Living With Michael Jackson (2003), conducido por Martin Bashir y dirigido por Julie Shaw.

Seis weirdos antisistémicos que no están en Buzzfeed (Parte II)

 

Enrique Padilla

Antonio Carlos Brown, Filhos do carnaval

 

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Esta serie, filmada y producida en Brasil, se adentra en el mundo del jogo do bicho, una especie de lotería ilegal extremadamente popular, en la que el participante apuesta por cualquiera de 25 animales, muchas veces siguiendo la corazonada de los sueños que haya tenido la noche anterior. En el Rio de Janeiro contemporáneo, Anésio Gebara es quizá el banquero más poderoso del negocio y el padre de Anesinho, Claudio, Nilo y Brown. Este último es director de una escuela de samba, la fachada del centro de operaciones del clan Gebara, a pesar de lo cual no goza realmente del poder ni los lujos bajo cuya sombra creció, ni del afecto o la confianza de su padre. Él y Nilo son bastardos, uno mulato y el otro negro; los otros dos hermanos sí llevan el apellido de la familia. “Estás demasiado moreno para ser hermano de Anesinho Gebara”, le dice un policía que lo sorprende fumando un porro mientras conduce el convertible robado de su hermano mayor.

Un hedonista consumado, que ama por igual el alcohol, la marihuana y la cocaína, la fuerza y carisma de Brown lo hacen muy atractivo para las mujeres. En las escasas dos temporadas de la serie, tiene tres, quizás cuatro hijos , con lo que sigue, involuntariamente, los pasos de su padre. En su gusto por el placer, sin embargo, subyace un impulso autodestructivo que es tanto ambición sin cauce de salida como un deseo de reconocimiento.  Si el sistema es el conjunto de agentes de poder que lo componen, pocos hombres en ninguna serie han sido más antisistémicos que Brown: perseguido por la policía y un grupo rival de la mafia brasileña, con demasiada frecuencia está huyendo, siendo golpeado o escondiéndose en una bodega de juegos clandestinos.

Tanto sus acciones como las fuerzas que se mueven detrás lo van dejando sin espacio. Mientras Claudio, el hijo menor, asume cada vez más el papel de jefe que su padre ha abandonado, el único reducto que le queda a Brown es el carnaval, en su sentido más hondo. Como director de la batería de la escuela, es uno de los pocos hombres que puede dirigir los enormes blocos que desfilan por las calles. Aunque el viejo capo se lo prohíbe expresamente durante los ensayos, Brown alza cuatro dedos en el corazón de la fiesta, que ningún poder puede tocar, para indicar a su gente la introducción de una paradinha, una pausa abrupta en la melodía, un espacio en que los músicos levantan  una nueva cadencia, mediante la cual el primer ritmo, una vez retomado, se intensifica y enloquece de alegría a la avenida. Eso es el verdadero poder: cargado de amargura, impotente, Anésio Gebara observa por la televisión.

 

 

Brenda Chenowith, Six Feet Under

 

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En este drama de HBO sobre la empresa funeraria de la familia Fisher, Brenda sostiene una difícil y fluctuante relación con Nate, el primogénito, y es también amiga de Claire, la hija menor. Nacida en un matrimonio de psicólogos, durante su niñez se descubre que Brenda tiene un coeficiente intelectual muy elevado, lo cual la convierte en un objeto de estudio. Ella responde fingiendo síntomas de enfermedades para confundir a los investigadores y llega al extremo de sólo comunicarse mediante ladridos durante un mes. A lo largo de la serie, tiene que lidiar con la dependencia emocional y los deseos incestuosos de su hermano Billy, aquejado por un desorden psiquiátrico, y con una madre que constantemente la critica para sentirse bien sobre sí misma.

Brenda lucha por hallar un equilibrio entre estas circunstancias y sus relaciones personales. Su temprana exposición al sexo es decisiva: cuando era niña, sus padres sostenían relaciones frente a ella y su hermano, e incluso una noche en que no puede dormir, los descubre en una orgía. Ya siendo adulta, le es infiel a Nate de diversas formas: masturba a uno de sus clientes –ella trabaja como masajista–, asiste a una fiesta swinger donde se va a la cama con una pareja mayor y tiene un trío con dos adolescentes. Su sexualidad, al menos en un principio, no se ve distorsionada por la represión, sino por el exceso, en un entorno donde la promiscuidad, incluida la del propio Nate, parece la norma. Su relación, a causa de las infidelidades de ambos, termina, no sin que ella le diga: “Tú sabes qué clase de mujer soy: la que cogió contigo en un clóset en el aeropuerto dos horas después de haberte conocido”.

Luego de reconocer su adicción al sexo y recibir terapia, Brenda tiene ahora que superar la culpa. Nate y ella lo intentan de nuevo y piensan casarse, pero cuando sufre un aborto dos días antes de la boda, siente que está siendo castigada. Sus temores se manifiestan en su diálogo imaginario con Lisa, la esposa anterior de Nate: “Cada vez que intentas tener una linda vida normal, lo arruinas. Nunca vivirás feliz para siempre sin importar cuántos velos blancos te pongas. Estás demasiado destruida para eso”. Brenda también siente que es incapaz de ser una buena madre para Maya, la hija de Nate y Lisa, y para Willa, la hija que finalmente concibe con él.

En una serie donde uno de los temas más importantes es la familia, Brenda sublima el entorno profundamente disfuncional donde creció para construir un hogar en que crezcan sus hijas, contra ese discurso sobre la mujer que afirma que alguien que se divirtió tanto como ella, una slut bag como ella, nunca podrá ser “maternal”. Atea, creativa y directa, se convierte también en terapeuta especializada en niños sobredotados.

 

 

Tyrion Lannister, Game of Thrones

 

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Es posible que no haya un “medio-hombre” más célebre, dentro y fuera de la pantalla, que Tyrion Lannister. Aunque no de balde nació en la familia más rica y poderosa de Westeros, cualquier fan de Game of Thrones sabe que desde su nacimiento ha sido un marginado dentro de su misma familia, un hecho que se resume bien en la opinión que su padre, Tywin, tiene de él: “Eres una criatura rencorosa y malformada llena de envidia, lujuria e ingenio vulgar”. Y aunque no todo marginado es un crítico, en Tyrion hay algo esencialmente a contracorriente de una sociedad tan estratificada como la de King’s Landing: empatía por quienes ocupan las posiciones más vulnerables de esa sociedad. En sus palabras, “tengo cierta inclinación por los lisiados, los bastardos y las cosas rotas”.

La principal característica de Tyrion, sin embargo, que se topa de frente ya no digamos con la revuelta realidad creada por George R. R. Martin, sino con casi cualquier realidad, es una inteligencia puesta al servicio del bien común. Al carecer de destreza física y habilidades guerreras, tiene que recurrir a la palabra para esquivar las situaciones en que la violencia se vuelve decisiva. Para prueba, está su actuación como Mano del Rey. Su entendimiento de los rivales y sus motivaciones es algo que supera la capacidad de sus antecesores en el cargo, como el tan llorado Ned Stark, y la forma en que expone y se deshace de las piezas menores que pueden tropezarlo, como Janos Slynt y el gran maestre Pycelle, aportan dos de los momentos más hilarantes de la trama.  A pesar de su escaso garbo, sabe actuar con decisión en momentos cruciales y conseguir que actúen hombres que no tendrían por qué obedecerlo: “No peleen por un rey, no peleen por sus reinos. No lo hagan por honor ni por gloria ni por riquezas, porque no obtendrán ninguna. La ciudad que Stannis va a saquear es suya. La puerta que está golpeando es suya. Si entra, será su casa la que arda. Su oro el que robe, su mujer la que viole”.

Este deseo de proteger el reino, así como su dominio de las palabras, le ganan la amistad de Varys, un eunuco, el amo de los espías, otro ser extraño y al mismo tiempo inmerso en las tramas del poder.  Pero Tyrion no es un héroe. Su afición por el vino y las prostitutas lo hacen bastante más comprensivo de las debilidades humanas que los distantes caballeros de las sagas, de donde deriva que las impurezas no son algo que pueda erradicarse, sino algo con lo que es necesario pactar. Con la séptima temporada en puerta, y a reserva de los giros de la trama que la serie acostumbra, esta debería ser una buena época para que el infame Tyrion Lannister ejerza su talento plenamente dentro del ejército a toda vela de la Madre de los dragones.

 

 

 

Esta lista por supuesto que es arbitraria y para nada exhaustiva. Hay muchos otros rebeldes y excéntricos de series sobre los que vale la pena escribir, pero intenté dar preferencia, en la mayoría de los casos, a aquellos cuya calidad rebasa su fama. Por supuesto que se agradecen las sugerencias.

            Para leer la primera parte de esta lista, puedes dar clic aquí

 

Seis weirdos antisistémicos que no están en Buzzfeed (parte 1)

 

Enrique Padilla

En las buenas series, además de los poderosos y las víctimas, los bellos y los ambiciosos, suele haber personajes que ponen en cuestionamiento la realidad que los rodea. Se trata de seres con frecuencia enfrentados a las reglas de su mundo, ya sea completamente fantástico o que tenga la civilizada misoginia de la industria de la publicidad. Su función dentro de una narrativa es clave, porque su mirada expone la complejidad del universo ficticio, de modo que resulta tan ambivalente como el que llamamos real.

Omar Little, The Wire

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Crecer en los guetos de Baltimore no es nada fácil y mantener un código de honor mientras le robas a narcotraficantes para vivir lo es todavía más. El de Omar Little se resume bien en una frase: “Nunca le he apuntado con mi arma a un ciudadano”; es decir, a un trabajador, a alguien que no está dentro del “juego” de la venta de drogas y demás actividades implicadas que son el principal horizonte de la juventud negra de la ciudad. Por si esto no fuera difícil en sí, Omar se ha formado una reputación que infunde temor sin ocultar su homosexualidad: en un mundo dominado por matones y padrotes, es un ser marginal en la propia orilla de la marginación.

Al asaltar por igual a los dealers de las esquinas que a los grandes capos como Avon Barksdale y Proposition Joe, sin que le importen en nada sus disputas o acuerdos sobre el territorio de cada quien, Omar dinamita un sistema sobrecargado de pólvora. En una jungla de jerarquías que se rige por el lema “compra por un dólar, vende por dos”, Omar es un anarquista que no hace ninguna de las dos cosas ni obedece a nadie. Cuando se apodera de la mercancía de algún jefe, le cobra al mismo para devolvérsela, invirtiendo la relación. Es una sangría permanente en el libro de cuentas. Quizá por eso los niños que lo han visto ir de cacería, siempre con su escopeta de dos cañones sobresaliendo por debajo de su gabardina y mientras silba una nana para dormir, juegan a ser él, el único hombre que hace lo que quiere y se opone a los grandes jefes en calles donde a veces no puede hacerlo ni siquiera la policía.

Pero Omar no es un ejemplo de moral ni de heroísmo. Cuando colabora con la policía, no lo hace por respeto a la ley, sino porque se venga así del asesino de Brandon, su novio. Su moral, en todo caso, es mero pragmatismo. Él mismo lo deja en claro cuando un abogado intenta desestimar su testimonio al acusarlo de aprovecharse de la situación de crimen en las calles: “Igual que usted. Yo tengo la escopeta. Usted tiene su portafolio. Todo es parte del juego, ¿no?”.


Peggy Olson, Mad Men

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A primera vista, no hay nada revolucionario en la nueva secretaria de la agencia de publicidad Sterling Cooper, pero durante una prueba de Belle Jolie, cuya fortaleza es el amplio catálogo de sus lápices labiales, el carácter único de Peggy Olson se revela en una bellísima secuencia en cámara lenta, donde se limita a contemplar a las demás secretarias, que se abalanzan sobre los nuevos colores y sonríen coquetamente al espejo mientras se los aplican. Al final, cuando un ejecutivo le pide los pañuelos desechables que permitirán saber qué colores se utilizaron más, Peggy se los entrega diciéndole: “Aquí está tu cesta de besos”. El ejecutivo parece impresionado de que una secretaria pueda usar un lenguaje metafórico y le pregunta qué color fue su favorito. Ella responde: “No creo que nadie quiera ser uno de cien colores en una caja”. Su respuesta la lleva a participar en la creación de la campaña de la marca; al poco tiempo se convierte en redactora de la agencia.

La carrera de Peggy es una lucha constante con la condescendencia de los hombres del medio, en la que cuenta con el apoyo de Don Draper, el genio creativo detrás de la agencia, a la vez que debe soportar sus absorbentes exigencias profesionales. La vida personal de Peggy también se entromete en sus aspiraciones: durante una cita, un periodista de izquierda la reprende por trabajar en una corporación y le informa que la lucha por la igualdad de los negros es más importante que los derechos de las mujeres. Por otra parte, al crecer en una familia católica tradicional, Peggy tiene que soportar el juicio de su madre y su hermana luego de dar en adopción a un bebé que no deseaba. La moral de su familia cobra forma en la insistencia de un joven sacerdote, quien se empeña en “redimirla”, lo cual finalmente la lleva a abandonar la congregación.

A pesar de los obstáculos, la carrera de Peggy avanza con rapidez. Gana un premio, se convierte en jefa de redactores y, cuando Don sufre un colapso emocional, asume su papel como directora creativa. Aunque no se considera una persona “política”, Peggy es una feminista en la práctica, cuya seguridad, creatividad, compromiso profesional y capacidad de negociación abren y transforman un sector reservado a hombres de traje que beben whiskey. “El trabajo es 10 dólares. La mentira es extra”, le dice a Roger Sterling, antes de sacarle 400 dólares, una pequeña fortuna para la época de la serie, por un trabajo del que no deben enterarse los demás socios.


Floki, Vikings

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Igual que el personaje histórico en el que está inspirado –el primer escandinavo que navegó a Islandia, según las sagas, porque Noruega era “demasiado caliente”–, Floki nunca se siente muy a gusto en el lugar donde se encuentra. Buen amigo del protagonista de la serie, Ragnar Lothbrok, lo apoya en su intento de empujar las fronteras de su mundo contra la voluntad del conde reinante, a quien ambos deben obediencia. Se convierte así en el constructor de un nuevo tipo de barco, más rápido y ligero, capaz de alcanzar las costas de Inglaterra, Francia e incluso el Mar Mediterráneo: un pionero tanto del arte de la navegación como en el campo de los avances tecnológicos. Su carácter teatral queda de manifiesto durante el saqueo a una iglesia: Floki bebe del cáliz en el altar y escupe el vino, luego sonríe y se acerca gesticulando a la aterrada feligresía.

A pesar de su amistad con Ragnar, no por eso deja de cuestionarlo, ni le pide su bendición cuando se casa con su compañera de muchos años, Helga, por considerar que Ragnar “clama todo”, pero no puede reinar sobre su matrimonio. Aunque es un devoto de todos los dioses nórdicos, se siente mucho más atraído por Loki, al punto de que llama a su hija como una giganta, la primera esposa de este. Floki camina de puntillas sobre la línea entra la lealtad y la traición, un límite que finalmente cruza cuando asesina a Athelstan, un monje convertido en pagano, consejero y amigo de Ragnar. Cuando este lo descubre, le impone un castigo ejemplar. Tal como en uno de los mitos del embaucador, Floki es encadenado en una cueva y solo consigue dormir mientras Helga sostiene un cuenco sobre su cabeza, para evitar que lo despierten las gotas que resbalan del techo. Floki representa así a un tipo especial de rebelde: aquel que nunca se siente cómodo bajo el poder, aun cuando tenga un lugar asegurado en su sistema; está dispuesto a perder sus privilegios con tal de seguir los impulsos de su naturaleza.

Concluido su castigo, sin embargo, el talento de Floki vuelve a ser necesario. A fin de evitar las dos fortalezas de un río, idea una auténtica obra de ingeniería: un sistema de poleas para subir los barcos a lo alto de un acantilado y un camino de troncos que permiten desplazarlos entre el bosque. Sus incursiones y aventuras continúan aún después de que Ragnar pierde todo su poder. En una historia que aún no termina, Floki es un bromista atormentado por visiones de los dioses y de la oscuridad inherente a una sociedad tan violenta, donde la muerte es tan común, como la Escandinavia vikinga. “Somos una familia tan feliz… Las familias no son felices… Me siento atrapado en toda esta felicidad”, le dice a Helga en uno de sus raros momentos de calma, mientras observa a su pequeña hija a la orilla del mar.

concluirá el próximo jueves

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