Alfonso Valencia

[Leído en la Sala Abundio Martínez del Centro de las Artes de Hidalgo, el 27 de marzo de 2017]

 

 

Cuando me invitaron a charlar sobre Michelena para conmemorar su aniversario luctuoso –y aún desde antes, cuando me preguntaron si estaba interesado en participar en las festividades de su Centenario­– dudé. No por las razones inmediatas y fáciles que llegan a nuestra mente y que son las mismas que han mantenido a Michelena y a otras autoras en las sombras: la ruptura entre una poética femenina y una masculina, la cual, aunque inexistente (quiero decir, y contradiciendo a Paz: no existe tal cosa como “poesía femenina” ni “poesía masculina”), es capaz de limitar nuestras perspectivas de lectura y ponerle costosas fronteras a nuestros acercamientos críticos.  Tampoco había en mi negativa una razón de género, aunque pudiesen dudarlo (porque todo, en nuestra época, es digno de sospecha). Dudé por la poesía misma. Yo escribo, y la poesía de Michelena me contagia de un aliento que, desgraciadamente, no poseo. Ahora quiero escribir lo más diáfanamente posible porque escribo del mundo terrible en el que estamos (vivo en Veracruz, la fosa clandestina más grande del mundo según insensibles reportes oficiales), y para hablar de ese terror ya no podemos seguir en el eufemismo del lenguaje, en el matiz: hay que ser precisos si se quiere hablar de lo que vive y duele, de lo que lastima. Uno no puede andarse por las ramas. Por eso no quería dedicarme a leer detenidamente a Michelena: porque ella, sí, le canta a un dolor universal y profundo, pero lo hace desde la precisión poética, y yo, ahora, ante la atrocidad, quiero hacerlo con la precisión del lenguaje simple y llano: quiero decir muerte y que se lean los muertos de este país. Quiero escribir noche y no que sea una alegoría de un orden superior o profundo del ser: quiero escribir noche y que sea la noche por la que pasamos, el luto obligado de un país que se desquebraja. Quiero escribir del miedo al encierro y a la muerte y no deberá leerse como una metáfora del exilio y la pérdida del amor primordial y el origen: mi miedo al encierro es al secuestro y mi miedo a la muerte es a terminar en una fosa, ser un cráneo más en este cementerio que es México.

La misma Michelena ya advertía este problema poético: concebía la palabra como ente histórico y justo ahí identificaba el problema primordial de la creación poética: Hay que decir, escribe, con un lenguaje histórico, cosas intemporales, cosas simultáneamente sumergidas en la margen del tiempo –el río cambiante de Heráclito- y cosas suspendidas al margen del tiempo. Para decirlo de manera prosaica: hay que hablar, con un lenguaje limitado, de cosas infinitas y sustanciales. Y ese es un problema que comparto con ella: ¿cómo hablar de la muerte con estas palabras, del dolor, del miedo y de la tierra que, literalmente, devora a sus hijos destazados, asesinados, violados? El lenguaje no alcanza para la muerte, la noche ni el dolor (ni para Dios, claro: por eso también Michelena escribió poesía religiosa, en cierto sentido).

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Pero Michelena no se queda en la identificación de un problema fundacional de la poesía: ofrece un camino: escribe: Las palabras crean cosas al nombrarlas. La tarea del poeta, entonces, es nombrar y, así, descubrir, revelar lo que antes del orden del poema era confusión oscuridad, caos. Michelana, pues, entiende la palabra como una alternativa al caos: a la oscuridad, y al miedo mismo que puede ser ausencia, muerte. De ahí que, en su proceso, el poema surja honesto y fuerte desde el dolor que destruye y edifica, desde la felicidad negada, desde una derrota que es inevitable pero tan hermosa como para cantarse (como hizo Badelaire, pues). A este proceso, le llama el trabajo cosmizador de la palabra poética, y apunta que es un trabajo de constantes fundaciones, de constantes reducciones de la nada y constantes aumentos de ser.

¿Dónde, pues, si no en la poesía entendemos la nada y la fundación misma del ser, del espíritu? Heidegger proponía que la poesía es la fundamentación del ser por la palabra. Por eso se confunden, en sus orígenes modernos (que Michelena comparte), poesía y filosofía, poesía y pensamiento (pensamiento complejo y verdadera explicación del mundo, no simples charlas de café): poesía y vida son una misma cosa.

La muerte, decíamos, fue un tema predilecto de Michelena, y la noche. Su universo poético, diríamos, es una lectura desde el medio siglo XX, del romanticismo filosófico y fundamental, y por lo tanto eterno, de Novalis (en quien encontrara la lección poética que le permitiría explorar con buen norte la creación: la poesía es la realidad última de los seres y las cosas) hasta el alegato rabioso y desencantado de Baudelaire (cuya traducción del Spleen de París le ganaría el respeto y admiración de Octavio Paz, quien dijo que se trataba de “la más pura y sensible, la mejor que se haya hecho en nuestra lengua”).

Leer a Michelena, evidentemente contagiará la perspectiva que traigo, y por eso dudaba. Pero, luego pensé: se trata de una autora que necesita ser rescatada. Punto. Hablo de un rescate no en el sentido institucional (aunque los homenajes se agradecen), ni en el sentido editorial, siquiera: hablo de un rescate crítico, desde el pensamiento. La ausencia de Michelena en el ejercicio crítico y académico del país es insultante: por un lado, la figura de Octavio Paz acapara los estudios de “intrigas” en el que figuras como Michelena quedan reducidas a sus relaciones con el propio Paz, con el gran Montes de Oca, Efrén Hernández, Ernesto de la Peña… Relaciones que el más morboso atribuirá a la belleza de la poeta, y no a su cautivante inteligencia y erudición, lo cual siempre termina siempre siendo más seductor que cualquier otra cosa. (No es mentira, pues, que Margarita tenía comiendo de su mano al Club de Toby de la intelectualidad de su época: o sea al Club de Octavio). Decía: en estas perspectivas, las escritoras quedan reducidas o a sus relaciones con el poder intelectual masculino, o a lo que éste poder dice de ellas: tal parece que sólo conocemos a Margarita por lo que Octavio dijo o escribió. En realidad, nuestra intelectualidad no la ha leído: incluso la investigación sobre mujeres en la literatura sólo la toma como referencia, un dato antecedente al fenómeno actual que acapara el interés de nuestros investigadores. No ha llegado aún una lectura crítica de su obra, y es necesaria. No para la poesía (así como a las estrellas les es indiferente la astronomía, así a la poesía le importa un bledo la crítica o la academia), pero sí para el pensamiento y el espíritu crítico que intenta arrojar luz sobre el pasado.

Yo creo que el mejor tributo es hablar sobre las ideas que su obra arroja sobre el mundo. Margarita fue, desde su inicio, una iconoclasta. La leo y llega a mí la hermosa frase de R. L. Stevenson: If you have to ask, you probably shouldn’t be a writer. Una iconoclasta, una rebelde. Por un lado, su obra parte de una forma (diríamos una “franca combinación imparisílaba” o “verso libre”) que se rompe, que se desquebraja: nos engaña: parece proponer una estructura estable para su poema, pero las rimas (consonantes además: las más odiadas por la crítica) aparecen irregularmente y la destruyen: quiebran el ritmo. La poeta edifica una figura constante que se deshace. Edificar y destruir, esto es: rebeldía en la forma.

Y, por otro lado, nos ofrece, como ya dije antes, una precisión en el decir que, paradójicamente, vuelve misterioso el poema, pero no desde la Poesía misma, no desde su sublimación de la experiencia del Yo Poético que nombra y crea un mundo terrible que ya era terrible desde antes del tiempo, sino desde nuestra ignorancia que se decanta por la forma fácil y la estructura conocida y no por la profundidad y el arriesgarse a desenmarañar el misterio: último fin del lector de poesía. Michelena no tiene lectores en un mundo donde hemos olvidado que leemos no para encontrar La Verdad Incuestionable, sino para, humildemente, hallarnos, digamos, lo más puros que sea posible, en lo que otro siente y escribe. Esto es: identificación máxima, empatía suprema. La poesía, y la de Michelena específicamente, no es cosa de Verdades: es la aceptación de una batalla de uno con uno mismo.