Una noche, hace varios años, caminé por el pasillo oscuro de una pequeña vecindad. Me detuve en una puerta ya conocida, toqué y el amante en turno de aquella época abrió y me invitó a pasar a su cuarto. Ahí nos esperaba un muchacho acostado en la cama, vestido sólo con bóxers. Miraba la televisión y cuando entramos se incorporó, saludó con una sonrisa y fue bajándose lentamente la única prenda que tenía. Su ropa interior se deslizó como mantequilla sobre un pan. El delicioso aroma de su obelisco nos inundó. Miré al amante en turno, que era mi homónimo, y también se desvistió con suavidad. Dio unos pasos y se hundió en la cama. Sonreímos los tres.

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Es noche descubrí la dinámica de los tríos. Aprendí sobre la marcha el delicado balance que se necesita para no estropear el encuentro de tres deseos. En ese caso mi amante consiguió al otro y en cierto modo los tres éramos desconocidos. A homónimo lo había visitado un par de ocasiones, pero sólo nos recuerdo tirados en su cama, devorándonos. No sabía nada más de él.
En todo caso, cuando cada miembro del trío conoce poco del otro, existe una libertad que debe ser usada con sabiduría. Concentrarse demasiado en un solo cuerpo puede acarrear la disolución de todo. Es como una buena conversación: nadie puede brillar demasiado y nadie puede guardar silencio por largo tiempo. Lo aprendí cuando homónimo nos miró con hambre: habíamos tardado demasiado besándonos, poniéndonos a horcajadas uno sobre el otro. Miré a homónimo y ahí estaba solo, dolorosamente erecto en una esquina de la cama. Me arrojé sobre él y pudo ingresar de nuevo a la dinámica.
Un trío necesita cortesía y el deseo equitativos; son básicos para que todo llegue a buen puerto. Recuerdo que en esa ocasión, nadie se había podido desfogar adecuadamente; al final, me acosté entre los dos y sin palabras se arrodillaron a mi derecha y a mi izquierda. Comenzamos a trabajar en el placer. Los jadeos se aceleraron en diferentes momentos, y como un coro, nos volcamos sobre mí.

Otro día hubo un segundo trío. Los tres, de nuevo, apenas si nos conocíamos. Pero las cosas funcionaron de forma distinta. Uno de los integrantes estaba reticente, parecía asustado, como si no supiera que iba a pasar. Primero jugamos verdad o reto, con un previo acuerdo que suprimía las verdades y sólo dejaba los retos. Primero una ronda de titilante desnudez: un cinturón, una camisa, una trusa. Cada cual se quitaba la piel falsa del textil bajo mandato del otro. Los tres nos quedamos desnudos. Después otra ronda: una boca sobre la mía, mi mano sobre un sexo, un sexo dentro de alguien. Un gemido, un jadeo, un movimiento de tres. De pronto, el chico no quiso seguir. Nos pidió que nos besáramos, lo hicimos, pidió un 69 y lo tuvo. Ya ahí fue donde las cosas se torcieron. Mientras nos anudábamos como serpientes vi que comenzó a masturbarse. Mi compañero se despegó de mí y le dijo: “no te estamos haciendo un video wey, ven”. Lo acostó, abrió sus muslos a besos y mordiscos y entró en él con furia. Yo reptaba entre los dos, oliendo el sudor de sus espaldas, lamiendo los brazos, mordiendo los dedos, reclamando labios y manos libres. Al final, el reticente se vino y yo fui acostado. Mientras el otro balanceaba sus caderas y mordía mi cuello, el reticente nos miraba tratando de despertar su erección en una esquina de la cama.
Las cosas no funcionaron porque uno de los integrantes trató de controlar a los demás. Cuando se hace con desconocidos, todos necesitan comprometerse y formar parte del acto. Si alguien se desprende y quiere fungir como voyeur, el delicado equilibrio se viene abajo y se está haciendo cualquier otra cosa menos un trío. Porque en general la dinámica de estos encuentros depende de la repartición justa del mando y la sumisión. Ser esclavo y amo al mismo tiempo.

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El último trío es el que más recuerdo, porque la estrategia fue indispensable para evitar tormentas. Aquella madrugada (la noche, siempre la noche) conocí a una pareja: Cástor y Pólux. Hombres tranquilos, trabajadores, sin ánimos de impresionar. Los encontré en una página de citas. Desde el principio establecimos las leyes de los encuentros: No podíamos trabar rudo combate por separado, no podíamos vernos fuera de su casa, no estaban buscando un tercero en su relación, yo sería bienvenido siempre que quisiera.
Vimos unos capítulos de Mazinger Z mientras cenábamos. Después, una película de artes marciales en la computadora. Tenían un colchón enorme donde nadábamos los tres. Ahí, en ese mar de mantas nos quedamos dormidos. En alguna hora que no recuerdo, sentí una mano en la espalda, acariciando. Después una boca en el cuello. Giré la cara para encontrarla. El beso despertó a Pólux, que dormía junto a Cástor y dijo “ven”. Cástor se levantó y me introdujo entre los dos. Fue caer en una tormenta de carne. La pareja se cerró sobre mí, lamiendo, empujando su erección, tocándome y tocándose, como si lograran atravesar el cuerpo para encontrarse en algún punto de mis entrañas. Sensaciones por todos lados, no sabía en qué parte de su cuerpo concentrarme y simplemente dejé que hicieran. Cuando la tormenta amainó, le pedí a Cástor que besara a Pólux, luego pedí una boca sobre mi sexo y otra sobre la mía. Aceptaron. Después me hinqué y ambos me siguieron. Les sugerí un beso de tres, sugerí que cogiéramos sobre Cástor, luego sobre Pólux. De pronto, me di cuenta que si se es nuevo entre una pareja, te vuelves una especie de amante doble, y puede sugerir y pedir, con cierta contención, que la pareja cumplan posturas y pequeñas fantasías. Después de varios años ya saben donde tocar al otro, conocen su olor, la textura de su saliva, el sabor del su semen. Al entrar en esa dinámica el tercero se vuelve un obscuro objeto de deseo. Los participantes esperan renovación, sorpresas, y están dispuestos a obedecer y complacer. Sin embargo, hay que tener cuidado en no entrometerse demasiado, besar el tiempo justo, penetrar con el deseo repartido, tratar de volcarse fuera de cualquiera, a menos que lo pidan; porque la más leve muestra de favoritismo podría acarrear el fin.
Al día siguiente me llevaron el desayuno a la cama, y observé desde un rincón como liberaban su eterno erotismo matutino. Me sentí frente a una pecera, estudiando la intimidad de dos especies ajenas y a la vez familiares.
Los tríos son como una primera vez otra vez porque muestran una nueva forma de ver el mundo y entender el cuerpo y el erotismo. El sexo en grupo es muy aleccionador.

Iván Partida

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