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LEPISMA

Creación y crítica literaria

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recuerdo

La soledad y el rebaño sagrado

Remember when you lost your shit and
drove the car into the garden,
and you got out and said I’m sorry
to the vines and no one saw it?

The national, “I need my girl”

 

La casa donde dijo sí

Hace más de diez años me despedí de la soledad al partir hacia ella. En 2006 inicié un periplo que me llevó a abandonar mi ciudad natal en busca de un hogar que no respondiera a coordenadas geográficas, sino que lo delimitara las pulsiones del arraigo metafórico. Sentirme en casa allá donde encontrara mi lugar.

La conocí un día de agosto, con frío en las manos y emoción en mi interior. El lugar pronto perdería su encanto y se volvería uno más de esos escarmientos mitológicos para aquellos que osan alejarse de la tranquilidad de las aguas familiares, mares insondables que devoran hombres y sueños. La muerte que simbolizaba la ciudad sin aire me persigue aún ahora. El lugar no le hacía justicia, ella la imponía.

En el inicio de los días las pasiones se volvieron lenguaje: conocerla a través de lo que la había forjado: la obra desde sus materiales, pieza diseminada en momentos, nombres, sonidos e historias. Países y trazos, continentes de tinta y pincel; llené mis sentidos y aprendí a conocer de su voz (suave como la sutileza de sus formas que al mismo tiempo descubría) todos los espacios que contenía en su interior. Conocerla fue aventura perpetua.

Yo le hablé de mis vacíos: de las ausencias y esperanzas que alimentaban los pasos que apenas iniciaba a dar en el mundo. Entre música, libros, superhéroes y aventuras digitales, salió por último la pasión más antigua de mi vida: un equipo de futbol. De nombre ridículo, colores extranjeros, historia añeja y recesiva. Fracaso constante, experiencia en frustraciones. Gloria en sepia.

Ella no desdeñaba la emoción que se dibujaba en mi rostro cuando mencionaba a Héctor del Ángel, cuando le explicaba el apodo del “Pulpo” Zúñiga, o rememoraba las hazañas del Tigre Sepúlveda, del bigotón Jasso o del Tubo Gómez. Entendía (porque eso siempre lo hacía bien), el poder cautivador de ese mito futbolero, los alcances de mi afición y el umbral de gozo y dolor que fluctuaba en mí cada sábado de partido.

Durante diez años nunca vi un partido solo. De entre el marasmo de la mediocridad que sepultó al equipo la última década, siempre pude observar el abismo con un brazo al cual afianzarme. Soledades compartidas, compañía, después de todo.

La casa donde dijo no

La vida cambia constantemente. Ahora parece como si los días tardaran demasiado, las horas se consumen más despacio; los espacios se vuelven más amplios, oscuros, fríos. De entre el eco que se acomoda en las esquinas resuenan, de vez en cuando, sonidos parecidos a la voz del presagio.

Entre el tedio y la desilusión, el auxilio proviene del lugar más sagrado. De repente la esperanza de una alegría futbolera se empieza a respirar en el aire; incrédulo, suelo evitar las grandes expectativas con el fin de protegerme de la caída de Ícaro que acompaña siempre a mi equipo; nacidos para decepcionar, muy a pesar de su historia.

Nació esa afición tan temprano en mi vida que no recuerdo bien sus motivos: quizás fue en el 94 cuando empecé a entender el sentido de rivalidad: mi padre y mi hermano siempre veían con desdén a un equipo de camiseta rayada, de colores claros y jugadores morenos. Ese equipo siempre ofrecía grandes juegos, goles vistosos y ningún campeonato. Pero en algo lograban siempre coronarse: entretenerme.

A los seis años, ver el futbol es una acción prestada; llegas a él desde la necesidad de alguien más, y adquieres conciencia de sus alcances mucho después. El rival odiado siempre cedía ante sus embates, los enemigos azulcremas y rojinegros eran meros aspirantes a su grandeza, nunca verdaderos contendientes. Por eso las chivas del Guadalajara lograron imponerse en mi gusto, convertirse en una profunda pasión. En un paliativo para la tristeza.

Hoy más que nunca necesité gritar esos goles. Necesité sonreír mientras veía a Carlos Salcido imponer su nombre en la historia del club, escuchar al mariachi marcar su ritmo festivo mientras las botargas bailaban al son del himno del equipo. Necesitaba sentir, de nuevo y como no lo hacía desde hace mucho tiempo, la felicidad primitiva de la victoria; no la resignación del esfuerzo máximo, o de la buena competencia: sólo el triunfo me devolvería una noche tranquila.

La imagen de Carlos Salcido -el lavacoches que conquistó Heindhoven y Guadalajara, que sometió con su velocidad al grandísimo Zanetti y al violento Coloccini- levantando el trofeo fue el final de una noche que recorrió todos los senderos de la memoria. Vi de nuevo la playera de la libertadores 2005 en su cuerpo, y el abrazo que compartimos a la distancia cuando el Bofo doblegó a Toluca en el mismo averno. Seguí mis pasos reflejando los suyos mientras caminábamos por aquellos callejones sin nombre. El recuerdo disipó por un momento la soledad, la incertidumbre y el hastío. Pude verla de nuevo.

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No hay mucho qué decir sobre el fútbol. Un deporte que combina la simpleza del gol con la táctica más encarnizada e inteligente. La vida es un paseo constante por diversos sufrimientos, como para elegir la agonía gratuita de la afición futbolera. Somos juzgados por “fanatizarnos” con el espectáculo imbécil de la pelota de hexágonos, que nos vuelve insensibles al mundo durante poco más de dos horas. Puede que tengan razón, no lo sé.

Lo que sí sé es que esta doceava estrella me devolvió, por una noche, una parte de mi vida que ya no volverá. Como la palabra que transporta a la evocación, Salcido y compañía le reintegraron su razón de ser a mis sentidos.

José Antonio Manzanilla Madrid

 

Cómo recordar a Héctor

Iván Partida

El martes vi el impasible cadáver de Héctor. No llevaba el reglamentario traje fúnebre, sino la bata de médico que usó los últimos diez años de su vida y un teatral estetoscopio alrededor del cuello. El cáncer que lo mató en cuatro meses le devolvió la delgadez de su adolescencia, la delgadez morena que me acompañó una buena parte de la preparatoria. Hace tres o cuatro años que no hablaba con él.

Desde hace tiempo sentí que Héctor ya no era mi amigo; sentí que vivíamos en mundos tan distantes que ni siquiera podrían tocarse. Corté comunicación con él porque quería cortar la comunicación con una era que, a pesar de los grandes momentos, consideraba superada. Héctor y el puerto que lo albergó durante tantos años representaban, por increíble que parezca, un tiempo que no me apetecía recodar no por aquellas personas que estuvieron en él, sino por mi incapacidad para ser feliz.

Llegó hasta mi casa la noticia de su repentina muerte y no supe qué hacer, no supe nada. Al final decidí presentarme en su velorio porque en el tránsito de la enfermedad Héctor buscó a varias personas que habían tenido algún sentido para él. Fue avisando a sus amigos y, quizás, despidiéndose sin querer. Desaparecí de su vida por voluntad, años de silencio. Ahora será toda una vida sin dirigirnos la palabra.

Busqué fotos de tome en aquella época y no encontré alguna donde estuviera solo, siempre era parte de un grupo, de una multitud, siempre se rodeaba de gente variada. Pero encontré algunas hojas del juego de rol Calabozos y Dragones con personajes suyos ya borroneados. Héctor tuvo muchas vidas en el pequeño mundo mágico que inventé en nuestra adolescencia. Derrotó, bajo la protección del Dios de la Guerra, a hordas de Goblins, esqueletos, magos terribles, arañas gigantes, sirenas y bestias variadas. Casi siempre fue un sacerdote guerrero que utilizaba su fuerza para arrasar a los enemigos. Realizaba conjuros para sanar y defender; tal vez en esas sesiones, de alguna forma, supo que quería ser médico. No lo sé de cierto, pero me gustaría creer que alguna relación tuvo.

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Era un hombre delgado, pequeño, de voz rara, y con poco éxito entre el sexo opuesto. Trataba de llevarse bien con todos y creo que, a fuerza de malos chistes, amabilidad contenida y una cierta inteligencia emocional, lograba la aceptación de gente heterogénea. Se llevaba con algunos vagos de la prepa, con los niños ricos, con los desmadrosos, con los frikis, con los guapos, las divas, los futboleros e incluso con algún intendente. No sé si alguno fue su amigo de verdad; platicaba con ellos sin que le dieran la espalda, reían en grupo a lo largo del pasillo, atrapaba los chismes que sin querer le daban, pero no estoy seguro que conocieran su vida íntima, sus pasiones, sus frustraciones. Tal vez nadie las conoció.

Pocos le llamaban Héctor, su apodo era “Lápiz” o “Lapicito”. Los primeros semestres utilizaba lápices mínimos para tomar apuntes, retazos que posiblemente heredó de sus hermanos. Para escribir tenía que unir las puntas del índice, el anular y el pulgar para abarcar el talle del lápiz; después, flexionaba de manera inverosímil los dedos para que la cola del instrumento se apoyara en el hueco palmar, esa especie de membrana que se despliega como una carpa entre el índice y el pulgar. Parecía un extraterrestre aprendiendo a escribir.

Un maestro le hizo notar lo curioso de sus lápices y de su forma de escribir y, frente a todos, lo bautizó con voz gangosa como lapicito. “Pase al pizarrón amigo lapicito”, “pase la lista hoy, lapicito”, “lapicito, lapicito, salga a quitar el gis del borrador”. Un día, Héctor pasó la lista y sacó un enorme lápiz de broma, casi del tamaño de una regla, coronado con una goma rosa que parecía la punta de una fresa. El maestro y todos reímos mucho; Héctor enrojeció contento y fue pronunciando nuestros nombres.

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O quizás deba recordarlo como un hombre bajo el sino trágico de las potencias oscuras de nuestro mundo: la enfermedad y la burocracia. Me cuentan que trató su cáncer tarde porque los trámites para ser atendido tardaron mucho; las consultas para revisar el avance de las células rebeldes en su cuerpo fueron pocas y hechas por favor. No sé cuantos meses perdió en las idas y las vueltas, pero sé que todo comenzó un día en su trabajo. Les ordenaron revisar el buen funcionamiento de unas máquinas de ultrasonido. Las probaron en ellos mismos y encontraron en Héctor una pequeña comuna viviente que se negaba a continuar en su sistema, un grupo mucho mejor organizado que los sistemas de salud pública de nuestro país. Lo de Héctor fue un juego desigual, porque inició con absoluta esperanza y todas las desventajas. No sé si  hubiera sobrevivido en una burocracia médica más eficiente, pero sé que no habría muerto con un dejo de desamparo en la boca.

En su velorio asistieron algunos de sus muchos contactos. Tal vez menos de los que hubiera querido, o tal vez más de los que esperó. Hubo pocos llantos de nuestra parte, pero sí mucho desconcierto. Todos esperábamos la edad de los 40 o los 50 para asistir a funerales de compañeros de la preparatoria. Y ahí estábamos, recordando aquel tiempo para conjurar el desconcierto de saber que había uno menos entre nosotros. La mayoría estaban casados y con hijos, hablando de sus trabajos, de sus separaciones, de los proyectos a futuro. Entre todos ellos me sentí adolescente, rebelde joven estudiante de una carrera humanística, sin futuro pero con la gracia de un posible buen porvenir. Por unas horas volví a los 18 años. Héctor rejuveneció para siempre: la quimioterapia que apenas comenzaba lo adelgazó muy pronto, le trajo de vuelta la nariz afilada, los pómulos salientes, los dedos arácnidos, el cuello firme. Por lo menos el tiempo le regresó un poco de lo que alguna vez fue.

Sigo sin saber cómo recordar a Héctor. No sé si quedarme con el sacerdote guerrero que se enfrentó a un hombre lobo y salió victorioso. No sé si sería ese hombre gris que trataba de hacer amigos y conseguir mujeres con un doloroso y torpe entusiasmo; o pensarlo como el niño del lápiz, pasando en voz alta una lista interminable en las mañanas calurosas y soleadas del puerto de Veracruz. Incluso podría recordarlo como un cuerpo vestido de blanco que me invita a reconciliarme con un pasado y una ciudad. Tal vez lo recuerde como un símbolo de la tragedia sanitaria y profesional de nuestro país, como un personaje trágico e irónico que no pudo conseguir atención oportuna, aunque se desenvolvía en las manadas médicas mexicanas, por falta de eso que, en palabras de un amigo enfermero, todo médico debe tener: dinero y contactos.

Tal vez no quiero recordarlo, sino escribir que quiero recordarlo, escribir para responder a una reflexión que nació en la antesala del velatorio: Héctor no tuvo hijos, no hizo una carrera importante en la medicina, no hizo nada, no dejó nada. Escribo para darle un último regalo, para honrar una amistad desgastada pero que significó algo en mi vida. Escribo porque una mañana de julio o agosto, un niño, todavía un niño, se sentó junto a mí el primer día de clases de la preparatoria y me preguntó “¿Eres de aquí, cómo te llamas?”. Escribo para verme de nuevo en esos ojos hambrientos de compañía, que tenían la feliz inocencia de quien no conoce el futuro.

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Perla Canul/ Facebook

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